NI EL BAILE DEL FINAL
El
médico de Rodolfo fue claro, le quedaban algunos días de vida. Pocas sentencias
resultan tan amargas al oído humano, y no todos están en condiciones de recibir
tamaña aseveración.
Salió
de la clínica, bajó por las empinadas escaleras y tomó por Passeig de Gracia
con paso decidido. Cruzó Plaza de Catalunya observando con admiración unas
pequeñas flores amarillas y rojas que decoraban la fuente de agua. Se sintió
atraído por esos chorros elípticos y anárquicos, debían ser muy refrescantes.
Sin embargo, no podía hacerlo allí, había que esperar hasta llegar a la
Barceloneta. Los agentes de la Guardia Urbana serían muy severos, rigurosos. Y
más aún con ese tipo de cosas, mejor ni pensarlo.
Reanudó
su marcha, aún le faltaban unas cuantas calles para tocar la arena. El verano
catalán es implacable, y más aún con los sexagenarios que se atreven a dar
paseos durante el mediodía. Pero estaba decidido a hacerlo, era cuestión de
llegar a la playa.
Lo
soñaba desde la adolescencia, pero jamás se había atrevido a vencer los
mandatos sociales de su época, ni tampoco sus propios pudores y recatos. Esta
vez lo haría, nada tenía que perder, quizás en unas semanas dejara de existir,
quizás en menos. Nadie recordaría al viejito que bailó solo y totalmente
desnudo en la playa más famosa de Barcelona.
Mientras
se deslizaba por las aceras candentes iba imaginando el momento, saboreando
algunos detalles. Notó que una sonrisa se dibujaba en su rostro. Que sencillo
que resulta regalarse buenos momentos, instantes de felicidad, fugaces
intervalos en un mundo dominado por la vorágine de la utilidad.
Faltaban
pocos metros, ahí adelante se asomaba el Passeig Maritim. Ya podía sentir la
brisa refrescante en su rostro. Recordó esos paseos con Susana, en los primeros
años de noviazgo, tomados de la mano y con la espuma de las olas colándose
entre los dedos de los pies. Pensó que sería una de las cosas que debería hacer
en esa semana. La pasaría a buscar por la oficina y la llevaría engañada, sería
una sorpresa. Le iba a encantar. Era una manera de asegurarle un recuerdo
imborrable para cuando él ya no estuviera.
No
podía detener sus pensamientos, el vértigo se apoderaba de sus ideas. ¿Había
sido Susana el amor de su vida?. ¿Podría ella formar pareja nuevamente?. ¿Era
momento de preocuparse por ello?.
Cruzo
la calle sin mirar, como un autómata sin control. Su cuerpo se movía al ritmo
de sus ideas. No existían los otros, los entes, el afuera.
Un
bus de la Línea 59 lo embistió a toda velocidad. El cuerpo de Rodolfo salió despedido
fugazmente. Decenas de cabecitas indiscretas se asomaban por las ventanillas.
Algunos hurgaban los bolsillos y carteras en busca de sus móviles. Otros
descendían indiferentes, como dando continuidad a un momento inexpugnable.
Pensando quizás en dar un paseo con su pareja por la orilla del mar, o por qué
no en disfrutar de algún paso de baile sobre la arena, luego de quitarse las
prendas.
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