POR
UN GRIFO
(“Raymond”)
El partido de ida fue un trámite, hay
que decirlo. Además fuimos muy efectivos, porque tampoco es cuestión de
restarnos méritos. Llegamos dos veces en el primer tiempo y les metimos dos
goles. En el segundo nos paramos de contragolpe, y tuvimos tres o cuatro mano a
mano. Si el Tano hubiera estado un poco más fino terminaba en goleada. Salimos
de la canchita de ellos con el pecho henchido por la victoria, por ese triunfo
conseguido sin demasiado esfuerzo. Hasta que Bruno –cuándo no, Bruno- nos
encajó un sablazo de realidad en el medio de la frente.
- Tendríamos que haberle metido cinco
goles a estos burros.
- Pero el partido de vuelta es en
nuestra canchita, replicó Andrés buscando miradas cómplices entre los que
permanecíamos sentados en el pasto.
Lo que dijo Bruno a continuación resonó
con la fuerza inapelable de las campanadas de la verdad.
- La revancha será en nuestra cancha,
pero Miguel ya va a estar de vuelta y ahí vamos a estar complicados.
Los partidos contra los chicos del Barrio
12 de Septiembre eran semanales. Con el correr del tiempo los encuentros fueros
espaciándose, amenazados con el incremento de las tareas del colegio secundario
y la poca disponibilidad de los campos de juego, que en nuestro caso era
compartido con los chicos del Club de Fomento El Mercedino.
Ese año habíamos jugado cuarenta y ocho
partidos, todos los sábados a las cuatro de la tarde. Y el cuaderno de tapa
naranja daba cuenta de una paridad estremecedora: habíamos ganados veinticuatro
cada equipo. Estábamos promediando diciembre y debíamos resolver ese
emparejamiento que amenazaba con dejar el año 1992 sin un campeón definido. Nos
habíamos reunido los capitanes, en el kiosco de Dany, a un costado del metegol.
Miguel me miraba desde arriba, con esos rulos bien definidos y esa incipiente
barbilla, tan inusual a los trece años. Casi de reojo, con esa cara que saben
poner los pibes que están seguros de lo que quieren. Yo fingía una seguridad de
la que carecía, no tanto por mí como por los muchachos que me esperaban
ansiosos en la vereda de enfrente, sentados en el paredón de la iglesia.
- Listo chicos, todo arreglado. Ellos
tampoco querían hacer un solo partido en cancha neutral, así que lo resolvemos
con un partido de ida y otro de vuelta. Si hay empate lo definimos por penales.
- ¿Y cuándo serían los partidos? ¿En qué
cancha de define?, detalles fundamentales que Nico pedía que fueran aclarados
mientras desgajaba una mandarina con dedicación.
- El sábado que viene el primero, en la
cancha de ellos, creo que cae 23. Y el 30 se define en nuestra canchita
- ¡Qué bueno! Me encanta definir de
local, agregó Bruno con un sospechoso optimismo.
- Eso no es nada amigos, dije intentando
contener una expresión que me desbordaba la cara. Para el primer partido no va
a estar Miguel, me dijo que se va a pasar navidad a la casa de la abuela, que
vive en Las Flores.
Tuve que pedirles que no festejaran, que
el partido había que jugarlo igual y todas esas consideraciones que un buen
capitán debe hacer ante semejante noticia. No hubo caso, ellos estrellaban sus
palmas y apretaban los puños con visible alivio. Y no era para menos, que no
jugara Miguel Zavala era tener medio partido ganado.
La revancha no se hizo esperar, y ellos
parecían haberse preparado para el evento. A los quince minutos del primer
tiempo, Miguel bajó con el pecho un rechazo de uno de los grandotes que tenían
abajo –los hermanos Gamboa- , y fusiló al Chino que se cubrió instintivamente
para evitar una tragedia facial. La cosa se puso bien fea, quedaban setenta y
cinco minutos para aguantar una exigua diferencia.
El calor era insoportable, y los mosquitos
de todo el pueblo parecían haberse reunido esa tarde en la canchita. Algo
tendría que ver que Nico, en un acto de absoluta irresponsabilidad –otro más-
se había olvidado de cortar el pasto, que nos llegaba casi hasta los tobillos,
al menos a los más petisos del equipo.
Lo importante ocurrió al final.
Faltarían uno o dos minutos para terminar y uno de los mediocampistas de ellos
tiró un pelotazo cruzado. Atilio retrocedía en posición de lateral izquierdo. La
suya, la de siempre. Miguel lo corría con la lengua afuera, con pasmosa
ferocidad. Era un tren sin frenos, descarrilando voluntariamente. Lo embistió
con el hombro -de la manera más lícita que uno pudiera imaginar- y dejó a
Atilio sentado y con algo de pasto en la cara. Nos paralizamos, no había nada
por hacer, más que encomendarse a alguna de esas divinidades en que cree la
gente cuando las cosas se le escapan de las manos.
Corría con la pelota por el lateral
izquierdo, con la mira puesta en el Chino que a esa altura pensaría en Miriam,
quizás la madre más sobreprotectora de todo nuestro grupito. Puse los ojos en Atilio,
que se sacudía la cara y escupía unos pastos con gesto desdeñoso. Cuando me
sonrió, comprendí de inmediato todo.
Porque Miguel se estaría escapando solo
por la izquierda, nuestros centrales estarían a varios metros de la escena,
pero había algo que Atilio y yo habíamos percibido de inmediato. Jugábamos en
la canchita desde los cuatro años y conocíamos cada uno de sus pliegues,
recovecos, imperfecciones. Y algo fundamental en toda canchita, un detalle que
quizás con el pasto alto estuviera pasando desapercibido para el pobre Miguel,
que a toda velocidad se disponía a empatarnos. En dirección, y sin saberlo, a
la pequeña canilla de bronce que apenas se asomaba entre unos pastos anárquicos
de esa tarde de diciembre.