REENCUENTRO
“Raymond”
Debo
ser sincero, soy muy bien atendido en el Hogar. Sería un necio si no lo
reconociera. Todas las enfermeras hacen un trabajo increíble. Especialmente
Soraya, que es mi preferida. Ella es distinta, amable, vocacional. Pareciera que
lo hace con placer. Se la nota serena, paciente, contemplativa. Y eso se valora
mucho entre nosotros. Nos hemos cansado de ver enfermeras o acompañantes –muy
buenas chicas algunas de ellas- que en algún momento pierden los estribos, se
irritan, se frustran, se evaporan.
A
veces pienso que el ser humano es demasiado duro consigo mismo, implacable. Las
cosas que han sobrevivido a un mundo repleto de hostilidades, a un medio
ambiente plagado de impurezas y a los propios vericuetos del destino y el azar,
son consideradas “de colección”, y cobran un nuevo valor que las coloca en una
posición de privilegio. Y es innegable que esa es una decisión construida
cultural y generacionalmente por los seres humanos.
Me
considero un hombre “de colección”, aunque muchos no puedan apreciarme
correctamente. La excepción es Soraya, ella sabe que tengo algo especial, y
será por eso que siempre dedica un tiempo de su extensa jornada laboral a
preguntarme por mis malestares, por esas visitas que nunca llegan y -cuando la
encargada de turno sale a hacer algún trámite- por mis vivencias en el campo de
concentración, en esos tortuosos días de octubre de 1941.
La
tarde de hoy fue una más, gemela de las anteriores. El paso del tiempo es muy
distinto adentro del Hogar. Por momentos pareciera empastarse, avanzar muy
lentamente, y de repente salir disparado y cambiar el año con brusquedad. Suelo
pasarme largos periodos de tiempo sentado en el sillón estilo Chesterfield de
color tabaco. No estoy seguro de si se trata de horas, días, meses. Miro por el
ventanal de vidrio repartido, me gusta apreciar la arboleda de la entrada y a
los pájaros que hacen siempre el mismo recorrido: cable de luz - sauce llorón -
camino de guijarros grises - cable de luz.
Al
mi lado se sentaba Víctor, ensimismado y con su libro de siempre en la mano.
Estoy seguro de que ya no lo leía, al menos en los últimos tiempos. Las letras
eran muy pequeñas y a veces se pasaba horas sin cambiar de página. Creo que lo
hacía para evadirse, y que en el fondo añoraba mucho aquellas épocas en que
podía pasarse días enteros dedicado a la lectura de sus autores de cabecera,
Hegel, Husserl y Heiddeger. Las tres “haches” de la filosofía alemana, me decía
levantando el dedo índice derecho y haciendo un pequeño movimiento de
oscilación craneana. Ya no esperaba visitas, había superado esa etapa y ni
siquiera perdía tiempo en asomarse por la ventana cuando sonaba ese timbre
vespertino que a todos nos alborotaba.
Para
mí fue más difícil esa resignación, todavía sueño con verla entrar por ese
camino de piedritas, tomada de la mano de alguna enfermera para evitar los
tropiezos, con una pañoleta floreada cubriendo su cabellera gris y alguna masita
dulce para compartir con el café. Elena vivía con su hija mayor, que hace casi
tres meses vino a darme la terrible noticia y me pidió que no fuera al velatorio
por respeto a la memoria de su padre.
Ahora
los días son más largos, densos. Este diciembre ha sido de lo peor. Caluroso,
extenso, inacabable. Sin la compañía de Víctor ni la expectativa por la llegada
de Elena empiezo a sentir un agujero enorme. Ni siquiera encuentro refugio en
Soraya, que anda muy ocupada con los preparativos navideños y no puede
detenerse a charlar siquiera un momento. Siempre es así en fin de año, todos
quieren pasar cinco minutos a saludar a sus parientes y la sala principal se envuelve
en una turba de transeúntes exaltados, de hormigas vertiginosas.
Las
cocineras están preparando la cena de navidad. Adivino algún pavo relleno y
varias ensaladas livianas. Es probable que se abra alguna sidra para el momento
del brindis, aunque normalmente todos prefieren acostarse antes. El año pasado
brindamos con Víctor, Soraya y las dos cocineras. Me acuerdo que hablábamos del
dinero que derrocha la gente en los fuegos artificiales, mientras veíamos a
través del ventanal un cielo que recibía con estoicismo los destellos y
detonaciones.
Esta
vez la cena se sirvió a las ocho y cuarto, más temprano aún que en el festejo
del año pasado. En la mesa éramos doce personas. Para las nueve y media de la
noche sólo Soraya y yo sobrevivíamos a una velada que se despedazaba. Mientras
tanto las cocineras acomodaban los utensilios y ponían orden en el comedor a
una velocidad inusual. Me di cuenta de inmediato, las tres tenían la intención
de retirarse para brindar con sus familias. Era incuestionable, ya no quedaba
nadie despierto y era una oportunidad para ir a disfrutar del momento con sus
seres queridos,
Me
encontré sentado en el Chesterfield, solo y con mi copa de sidra a media asta.
Un silencio sepulcral se había apoderado del Hogar. Extrañaba los ruidos de las
cocineras, los choques de la vajilla, las sillas y mesas en movimiento. La
tristeza y la soledad me invadían, el peor de los vacíos me completaba.
Sensación extrema como pocas, estar completo de vacío.
Sentí
un agobio repentino, un fuerte dolor en el pecho, una puñalada me atravesaba el
esternón. Un hormigueo masivo se diseminaba a través de mi brazo izquierdo. No
podía respirar, estaba paralizado. Comprendí de inmediato lo que me sucedía. Me
hubiera gustado mucho despedirme de Soraya. Triste final.
Levanté
la copa de sidra, ya se oían algunos estruendos premonitorios, la medianoche
empezaba a caer. Cada estruendo venía acompañado de una constelación de
colores. Con un esfuerzo mayúsculo alcancé a levantar la copa con sidra. Pude
hacer un pequeño brindis. Con Elena, con Víctor y con algunos amigos de la
infancia que hacía rato no veía.