viernes, 22 de diciembre de 2017

ERROR DE CÁLCULO

ERROR DE CÁLCULO
(“Raymond”)

Ahora que estoy aquí, no me queda otra que escuchar esos reproches, que resuenan como dichos por una gran boca, como amplificados por las laderas del Gran Cañón del Colorado. Me dice que debería haberla escuchado, que nunca doy crédito a sus advertencias. Los niños a su lado, con ruegos piadosos, le piden que no se enoje, que no trate así a Papá Noel. Temen que esos regaños repercutan en la calidad de sus regalos. Esos regalos que ella misma fue a comprar, y que pagó con su propia tarjeta de crédito.
Me dice que la cena se enfría, que los bomberos están muy atareados por la cantidad de accidentes domésticos y callejeros que suelen presentarse en nochebuena. Al parecer tardarán unas dos horas más en llegar. La oigo reclamar airosa a través del teléfono, alternando ruegos y exigencias a la operadora que atiende del otro lado del tubo. Mientras tanto, percibo a los niños asomarse y elaborar cualquier cantidad de teorías sobre mis actividades navideñas, mis remotos orígenes y mis celestiales medios de transporte.
Empiezo a escuchar las primeras detonaciones, los primeros indicios de la pirotécnica surcando el cielo. La medianoche empieza a asomarse. Alcanzo a oir el brindis de los vecinos, que reunidos en el parque de la casa se entrecruzan en deseos de buenos augurios. Por un momento me dejo llevar, me siento parte de ese éter. Algo me hace regresar repentinamente a mi incómoda y atascada situación. Es Claudia, que asomada por la chimenea me vuelve a recordar que fue una muy mala idea meterme por allí, con semejante barriga y ese traje de terciopelo barato.


REENCUENTRO

REENCUENTRO

“Raymond”

Debo ser sincero, soy muy bien atendido en el Hogar. Sería un necio si no lo reconociera. Todas las enfermeras hacen un trabajo increíble. Especialmente Soraya, que es mi preferida. Ella es distinta, amable, vocacional. Pareciera que lo hace con placer. Se la nota serena, paciente, contemplativa. Y eso se valora mucho entre nosotros. Nos hemos cansado de ver enfermeras o acompañantes –muy buenas chicas algunas de ellas- que en algún momento pierden los estribos, se irritan, se frustran, se evaporan.
A veces pienso que el ser humano es demasiado duro consigo mismo, implacable. Las cosas que han sobrevivido a un mundo repleto de hostilidades, a un medio ambiente plagado de impurezas y a los propios vericuetos del destino y el azar, son consideradas “de colección”, y cobran un nuevo valor que las coloca en una posición de privilegio. Y es innegable que esa es una decisión construida cultural y generacionalmente por los seres humanos.
Me considero un hombre “de colección”, aunque muchos no puedan apreciarme correctamente. La excepción es Soraya, ella sabe que tengo algo especial, y será por eso que siempre dedica un tiempo de su extensa jornada laboral a preguntarme por mis malestares, por esas visitas que nunca llegan y -cuando la encargada de turno sale a hacer algún trámite- por mis vivencias en el campo de concentración, en esos tortuosos días de octubre de 1941.
La tarde de hoy fue una más, gemela de las anteriores. El paso del tiempo es muy distinto adentro del Hogar. Por momentos pareciera empastarse, avanzar muy lentamente, y de repente salir disparado y cambiar el año con brusquedad. Suelo pasarme largos periodos de tiempo sentado en el sillón estilo Chesterfield de color tabaco. No estoy seguro de si se trata de horas, días, meses. Miro por el ventanal de vidrio repartido, me gusta apreciar la arboleda de la entrada y a los pájaros que hacen siempre el mismo recorrido: cable de luz - sauce llorón - camino de guijarros grises - cable de luz.
Al mi lado se sentaba Víctor, ensimismado y con su libro de siempre en la mano. Estoy seguro de que ya no lo leía, al menos en los últimos tiempos. Las letras eran muy pequeñas y a veces se pasaba horas sin cambiar de página. Creo que lo hacía para evadirse, y que en el fondo añoraba mucho aquellas épocas en que podía pasarse días enteros dedicado a la lectura de sus autores de cabecera, Hegel, Husserl y Heiddeger. Las tres “haches” de la filosofía alemana, me decía levantando el dedo índice derecho y haciendo un pequeño movimiento de oscilación craneana. Ya no esperaba visitas, había superado esa etapa y ni siquiera perdía tiempo en asomarse por la ventana cuando sonaba ese timbre vespertino que a todos nos alborotaba.
Para mí fue más difícil esa resignación, todavía sueño con verla entrar por ese camino de piedritas, tomada de la mano de alguna enfermera para evitar los tropiezos, con una pañoleta floreada cubriendo su cabellera gris y alguna masita dulce para compartir con el café. Elena vivía con su hija mayor, que hace casi tres meses vino a darme la terrible noticia y me pidió que no fuera al velatorio por respeto a la memoria de su padre.
Ahora los días son más largos, densos. Este diciembre ha sido de lo peor. Caluroso, extenso, inacabable. Sin la compañía de Víctor ni la expectativa por la llegada de Elena empiezo a sentir un agujero enorme. Ni siquiera encuentro refugio en Soraya, que anda muy ocupada con los preparativos navideños y no puede detenerse a charlar siquiera un momento. Siempre es así en fin de año, todos quieren pasar cinco minutos a saludar a sus parientes y la sala principal se envuelve en una turba de transeúntes exaltados, de hormigas vertiginosas.
Las cocineras están preparando la cena de navidad. Adivino algún pavo relleno y varias ensaladas livianas. Es probable que se abra alguna sidra para el momento del brindis, aunque normalmente todos prefieren acostarse antes. El año pasado brindamos con Víctor, Soraya y las dos cocineras. Me acuerdo que hablábamos del dinero que derrocha la gente en los fuegos artificiales, mientras veíamos a través del ventanal un cielo que recibía con estoicismo los destellos y detonaciones.
Esta vez la cena se sirvió a las ocho y cuarto, más temprano aún que en el festejo del año pasado. En la mesa éramos doce personas. Para las nueve y media de la noche sólo Soraya y yo sobrevivíamos a una velada que se despedazaba. Mientras tanto las cocineras acomodaban los utensilios y ponían orden en el comedor a una velocidad inusual. Me di cuenta de inmediato, las tres tenían la intención de retirarse para brindar con sus familias. Era incuestionable, ya no quedaba nadie despierto y era una oportunidad para ir a disfrutar del momento con sus seres queridos,
Me encontré sentado en el Chesterfield, solo y con mi copa de sidra a media asta. Un silencio sepulcral se había apoderado del Hogar. Extrañaba los ruidos de las cocineras, los choques de la vajilla, las sillas y mesas en movimiento. La tristeza y la soledad me invadían, el peor de los vacíos me completaba. Sensación extrema como pocas, estar completo de vacío.
Sentí un agobio repentino, un fuerte dolor en el pecho, una puñalada me atravesaba el esternón. Un hormigueo masivo se diseminaba a través de mi brazo izquierdo. No podía respirar, estaba paralizado. Comprendí de inmediato lo que me sucedía. Me hubiera gustado mucho despedirme de Soraya. Triste final.
Levanté la copa de sidra, ya se oían algunos estruendos premonitorios, la medianoche empezaba a caer. Cada estruendo venía acompañado de una constelación de colores. Con un esfuerzo mayúsculo alcancé a levantar la copa con sidra. Pude hacer un pequeño brindis. Con Elena, con Víctor y con algunos amigos de la infancia que hacía rato no veía.